viernes, 15 de enero de 2016

Todo el mundo cree tener la respuesta. Pero ¿cuántos hacen la pregunta indicada?

Fuente: Pixabay
En casi todas las conversaciones, discusiones o negociaciones, la contra parte está segura o casi segura de tener la respuesta a una inquietud. Me atrevería a afirmar que en el 98% de los casos “los otros” creen poseer la salida cuasi-perfecta, la solución mágica o la palabra exacta que pondrá fin a tus dilemas.

Pareciera entonces, que el resto del mundo se siente “cualificado” para pensar por ti, pero realmente ¿eso te ayuda en algo?

Cuántas veces te ha tocado escuchar a otra persona contarte algo que le aqueja y rápidamente en tu mente generas la solución para luego preguntarte: ¿pero, por qué no lo ve, si está clarito?

Y entonces saltan a tu mente apreciaciones muy ligeras como: “es que se ahoga en un vaso de agua”, “yo en su lugar estaría haciendo”, “le diría”, “me dedicaría”… pero, y como siempre viene el gran pero, la realidad es que ni eres el otro, ni estás en su lugar, ni ganas nada o contribuyes en algo al preguntarte ¿por qué?

Cuando apelamos al ¿Por qué? automáticamente buscamos la explicación o mejor dicho la justificación  de un hecho. Y si bien esto puede ser efectivo como pregunta previa a una idea creativa, a un descubrimiento o avance, “post mortem” y más aún en materia de relaciones humanas los ¿por qué? solo sirven para complicar y no para solucionar.

Supongamos por ejemplo que llegaste al trabajo y te piden una información que no actualizaste en el sistema. Automáticamente el jefe te pregunta: ¿Por qué no lo hiciste? Y de forma inmediata tu mente comienza a enumerar posibilidades que pueden ir desde un simple “no sabía que tenía que actualizarlo porque nunca me lo pediste” hasta  “¿tengo tantas cosas sobre mis hombros y a este (a) sólo le importan los benditos datos actualizados en el sistema? Pero al jefe que preguntó ¿Por qué? no le va mejor. Tras realizar la pregunta su mente también elabora otra gran lista de “posibles explicaciones” por las cuales, la tarea no fue realizada, y  en ese afán de buscar respuestas piensa “Pero obvio, si fulano siempre está distraído”,  “si  no se sabe organizar”, “Si siempre…” Y entre tus excusas y las de tu jefe se pierde la gran oportunidad de sacar de esa experiencia algún aprendizaje para ambos.

Esa misma apreciación es válida cuando un amigo (a) te cuenta que su hermana la enloquece, que su esposa le hace la vida a cuadros o que se siente insatisfecho con su vida. Automáticamente preguntas ¿Por qué la soportas? ¿Por qué no te divorcias? O por ¿qué no haces algo?  Y quizás, solo quizás, si de verdad quieres situarte en la posición del otro, valdría la pena que cambiaras las forma de preguntar y por ejemplo le dijeras a ese amigo enloquecido por su hermana ¿qué has hecho al respecto? y sobre todo ¿qué te gustaría hacer? O que le preguntes a ese otro con una esposa insoportable ¿cómo quisieras actuar con ella? o ¿Siempre… siempre te hace la vida a cuadros? Y, finalmente, sería mucho más productivo si a esa persona insatisfecha con su vida le dijeras ¿qué te falta…qué quisieras cambiar y cómo crees que podrías hacerlo?

Hacer la pregunta indicada es quizás la mejor arma de reflexión con la que contamos los seres humanos. Cuando al escuchar a otra persona en vez de darle nuestra opinión nos atrevemos a preguntar, nos alejamos de nuestra estructura de pensamiento y nos acercamos a la suya desde el respeto.  Cuando comenzamos a ver al otro desde sus ojos y no desde los nuestros es más sencillo comprenderle y sobre todo ayudarle. Al final dice un refrán anónimo que “nuestro mayor problema de comunicación es que no escuchamos para entender sino para responder”.