domingo, 25 de marzo de 2012

El engaño de las princesas

Cuando me hice de una inmensa colección de películas de Disney, para mantener entretenida a mi pequeña retoña, disfrutaba verla junto a sus amigas, en la sala de mi casa, en una suerte de juego de roles donde cada una asumía la postura de un personaje. Eso me permitía soñar con verlas adquirir en el futuro las personalidades de Mulán de China; Tiana de Maldonia, Jasmín de Arabia, Bella de Francia o Ariel de Atlántida. Pero unos 10 años más tarde me pregunto ¿qué demonios pasó con las princesas?

La magia de los cuentos de hadas se desvaneció y estos seres, aun en formación, comienzan a perfilarse ante mis ojos como protagonistas del más puro género novelesco donde se presentan como personas calculadoras, plásticas, frívolas, intrigantes, engañosas e incluso envidiosas, en una competencia constante que irremediablemente me obligó a revisar mis años, no tan lejanos, de adolescencia.

Y en esta visión retrospectiva caí en cuenta de la crudeza y realidad de crecer, siendo del sexo femenino, para competir en un mundo lleno de estereotipos en el que antes de descubrir si eres atractiva para un chico debes pasar por la lupa escrupulosa de una amiga.

Recientemente escuché que las mujeres no se arreglan para agradar a los hombres, sino para agradar a sus amigas. Y aunque en principio me sonó trillado, ahora logro apreciar la crudeza y realidad de la frase. Los hombres no son la competencia, con ellos no establecemos puntos de comparación. Son los miembros de nuestro entorno más íntimo, nuestras amigas, las jueces y verdugos de nuestra actuación. Entonces ¿cómo enfrentar la crítica constante de las personas que deberían darte apoyo y subirte la autoestima? ¿Cómo evitar la competencia y el gusto por los mismos chicos, cuando son precisamente la afinidad y la paridad de criterios lo que une a las amigas?

Buscando respuestas, sentadita en mi canapé, me topé de nuevo con un maravilloso libro que leí cuando era apenas una adolescente llamado “A favor de las niñas”, de la colección de bolsillo de Monte Ávila Editores, escrito por Elena Gianini Belotti, el cual busca analizar de la forma más objetiva posible para una mujer “la influencia de los condicionamientos sociales en la formación del rol femenino en los primeros años de vida”.

Entre las múltiples cosas interesantes que extraje de sus páginas, encontré por ejemplo que, los padres enseñamos a nuestros hijos varones a trabajar en equipo, pero no lo hacemos con nuestras hijas. Entonces ¿cómo pretender que entre ellas exista camaradería y solidaridad?

En el fútbol, la estrategia es retener, dominar y pasar, confiando en que el otro anotará un gol y celebrando cada acción a favor del equipo. Pero ¿cuál es el trabajo en equipo de actividades como tocar el piano, dibujar, pintar o bailar ballet?... umhhhh buena pregunta verdad!!!

Alentamos a nuestras hijas al desempeño individual, a ser mejor qué. Y obvio, a futuro cosechamos nuestra siembra… formamos seres individualistas y altamente competitivos que no tienen ni la más mínima idea de cómo se juega en equipo y sólo conocen los mecanismos para vivir y sobrevivir de forma individual.



Pero, quizás la más dramática de las frases de ese pequeño libro de bolsillo que es digna de compartir y reflexionar es: “para la joven existe un conflicto entre su condición propiamente humana y su vocación de mujer (y viceversa); para el joven es relativamente más fácil encaminarse en la vida, porque en él, la vocación de ser humano y el sexo al cual pertenece no están en conflicto, ya que en la infancia se prefigura este destino afortunado… A partir de la pubertad la joven pierde terreno, la adolescente no encuentra alrededor de ella los estímulos y se le requiere, por tanto, que sea constreñida lo cual implica unir su trabajo profesional al de su feminidad… ser femenina, significa mostrarse impotente, frívola, pasiva y dócil… Estúpidas… no hay lugar en que las niñas no perciban en cada momento la confirmación de que se les prefiere estúpidas, salvo para reprocharles el serlo”.

domingo, 4 de marzo de 2012

Una nueva forma de ver el mundo







Si las teorías de Daniel Goleman sobre la inteligencia emocional, acuñadas en 1995  no son erráticas y en este entorno cambiante y dinamizado es más importante “lo que hacemos con lo que sabemos, que lo que en verdad sabemos”, quizás estemos en el preludio de una nueva era que las profecías Mayas no lograron correlacionar, pero que inevitablemente nos llevan al nacimiento de una etapa menos vinculada a la rigurosidad del método científico y más conectada con la capacidad de relacionarnos sin barreras, prejuicios o paradigmas.

No sólo se trata de entender cómo Bill Gates logró construir su emporio cuando apenas cursaba los primeros semestres de estudios en la Universidad de Harvard y descubrió el lenguaje Basic que posteriormente, en 1975, se constituyó en Microsoft. O cómo Sergey Brin y Larry Page, estudiantes de Stanford  lograron en 1995 crear un enrutador que rastreara el número de enlaces hacia las páginas web hasta finalmente dar vida a Googles. O por qué casualidad del destino ese mismo año,  Randy Conrads creó en la web la primera Social Network al colgar el site  classmates.com, para que la gente pudiera estar en contacto con antiguos compañeros de colegio, lo que desencadenó una avalancha de opciones que se materializaron en 2003 con la aparición de sitios online con nombres como Friendster, MySpace, Soflow o finalmente Facebook y el éxito prematuro de Mark Zuckerberg.

Comprender este entorno, parte del ejercicio de asimilar, por muy abrumador que parezca, que lo que conocemos como mundo y como sociedad está cambiando  y que en apenas una década  se puede constituir una nueva línea de pensamiento y acción, por lo que nosotros como padres a pasos agigantados debemos adaptarnos.

El primer paso entonces es aceptar que tal y como lo plantea Goleman en su  libro “Inteligencia Emocional” (1995),  existe una aptitud, que no puede ser medida a través de un test para ponderar el Coeficiente Intelectual de una persona (CI ó IQ, según el país en que se traduzca) y que radica en “la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, motivarnos y manejar bien las emociones en nosotros mismos y en nuestras relaciones”. Y que esto incluye una serie de facultades que son:

  • Capacidad de percibir, valorar, y expresar emociones con precisión a partir del conocimiento de uno mismo, es decir, saber qué se siente en cada momento.
  • Capacidad de experimentar (o de generar a voluntad) determinados sentimientos en la medida que faciliten el entendimiento de uno mismo o de otra persona. Mejor conocida como Autorregulación.
  • Motivación, que no es otra cosa que utilizar nuestras preferencias más profundas para orientarnos y avanzar hacia los objetivos.
  • Empatía o capacidad de percibir lo que sienten los demás.
  • Y finalmente, las habilidades sociales o la capacidad para manejar bien las emociones en una relación e interpretar adecuadamente las situaciones.

Dicho esto, inevitablemente debemos preguntarnos ¿qué estamos haciendo nosotros por desarrollar la inteligencia emocional en nuestros hijos? Y sobre la base de nuestra respuesta dar una mirada valorativa al sistema de enseñanza oficial de nuestros pequeños.
Aunque por principios y convicción e intentado en mi hogar vincular distintas experiencias gerenciales exitosas con la enseñanza de mis hijos, debo admitir que de forma tardía puse mi mirada en su colegio o escuela, para valorar firmemente qué tanto compartíamos estos principios.

Tras ser formada bajo el paradigma de la “Excelencia Académica” las decisiones escolares sobre mis hijos siempre estuvieron regidas por la selección de una institución llena de buenos profesores, renombre y mucha exigencia académica, pues en mi “paradigma”  una buena calificación era sinónimo de éxito. Pero sin duda alguna esto contrastaba con mi realidad profesional y con la experiencia gerencial que había desarrollado.

Fue así  como un buen día comencé a cuestionar  la formación escolar de mis hijos y vi como mi quinceañera, mi primer experimento materno, y por su puesto su hermano, apenas un año menor,  habían cursado su escuela primaria y los dos primeros años de la escuela media en un colegio con el cual no compartía nada o casi nada.

Para mal o para bien descubrí que los sistemas escolares, sobre todo los latinoamericanos, se basan en algo que tengo a bien llamar “educación psicorígida” y que consiste en prestar muchísima atención al uso del uniforme, la colocación de la camisa por dentro, el cinturón negro o marrón, la imposición de normas no discutidas y la estandarización del alumnado. Es decir, todos iguales,  con igual comportamiento, aprendiendo lo mismo, recibiendo información para pensar lo mismo, es decir siendo arreados cuales borregos.

Y en ese instante me pregunté: ¿qué pasa con los talentos?, con la diversidad y la pluralidad no solo de pensamiento sino de personalidad. ¿Dónde queda la comunicación, la negociación y el aprendizaje de las destrezas que a futuro se traducirán en Inteligencia Emocional?

Unos cuantos meses de tortura me llevaron a tomar una difícil decisión. Era hora de cambiar a mis hijos de escuela y tras mucho llanto, negativas, incertidumbre y manipulación de mis pequeños y su entorno (Tus hijos no te hacen sentir culpable, pero tus padres, hermanos y esposo sí) opté por un colegio con un nombre poco rimbombante y pasé de ser representante de dos alumnos de una tradicional  “Unidad Educativa” para convertirme en la madre de dos estudiantes de una “Unidad de Apoyo Integral”. Y aunque como en todo proceso de cambio hemos tenido que realizar grandes aprendizajes, comienzo a sentir que la decisión no solo fue ajustada sino que ya está rindiendo sus frutos y me siento liberada al ver que conductualmente se está dando un viraje positivo en mis hijos que, pese a mantener sus excelentes calificaciones, han empezado a descubrir la importancia de generar buenos equipos de estudio, respetar a las personas no solo de diferentes religiones sino con diferentes corrientes de pensamiento y sobre todo a entender que así como a futuro necesitarán desarrollar su máximo potencial académico también deben aprender a manejar sus emociones para convertirlas en factores de impulso para su éxito personal.

Abrir la mente a este tipo de experiencias puede ser una tarea complicada para los padres, ya que a medida que los “chamos” van aprendiendo más y mejores formas de relacionarse se produce una combinación perfecta entre las fuentes cognitivas e intuitivas y comienzan a ser más persuasivos, lo que implica para nosotros un reto.

Formar a hombres y mujeres para el futuro en una era en que la información está a un click de distancia no es tarea fácil y si a eso le añadimos el acceso a técnicas y herramientas de desarrollo personal nos sumergimos en aguas profundas en las que podemos descubrir, tal y como escribió una amiga recientemente en mi facebook,  que la “repetición de las fórmulas que en nosotros aplicaron nuestros padres quedaron en la obsolescencia”.

O acaso ¿ustedes han podido quitarle los zapatos a alguno de sus hijos y lograr que permanezca sentado en un sofá durante una visita? O pelarle los ojos a su pequeño “terremoto” y que éste comprenda que está cometiendo una imprudencia sin que diga a plena voz: “mami, por Dios ¿qué te pasa?, deja de abrir esos ojotes pareces el lobo de la caperucita”.

Esos tiempos ya pasaron y si queremos no morir en el intento de sobrevivir a la era de acuario, los niños índigo, la estimulación precoz y el hi tech, no nos queda más remedio que comenzar a cambiar nuestros paradigmas. Obviamente, no hay manuales o fórmulas matemáticas que resuelvan la situación, yo espero la llegada salvadora de un paradigma insurgente, pero mientras eso ocurre, busco la oportunidad de generar un momento en el que pueda sentarme cómodamente sobre mi canapé, con un espumante café, a escuchar y compartir experiencias.

sábado, 3 de marzo de 2012

Libertad delimitada



Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (RAE)  la LIBERTAD es la  Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos."
Es así como a simple vista es fácil entender que una persona es libre cuando puede o no actuar de forma determinada,  siempre y cuando esté en capacidad de asumir la responsabilidad de sus actos.

Entonces, el concepto de libertad se vuelve una quimera para los padres que desean transmitir a sus hijos este precepto como un valor.

Y aunque queda claro que nuestros hijos tienen una “facultad natural para obrar o no de una manera u otra”, la gran pregunta que todos nos hacemos es, ¿Cómo podemos determinar si nuestros pequeños poseen el grado de conciencia necesario para ser responsables de sus actos?

Quizás este sea el cuestionamiento más perturbador para todos los que buscamos formar a nuestros retoños sobre la base de un sistema de valores familiares y sociales en este mundo tan cambiante  en el que nada se da por sentado.

Aunque existen montones de fuentes bibliográficas para consultar,  la paternidad no tiene manuales, es una combinación de las referencias que tenemos de nuestros padres,  las conversaciones sostenidas con amigos y parientes y un inmenso despliegue de intuición, que junto a los llamados “instintos” terminan por marcar nuestro camino.

Por eso, aunque suene contradictorio, la primera lección de libertad que debemos darle a nuestros hijos es enseñarles que su elección siembre estará delimitada por ellos mismos.

Con mi quinceañera la cosa ha ido más o menos en estos términos. Entre los 4 y 5 años comenzamos a enseñarle independencia y le concedimos  “libertad” de seleccionar su vestimenta y su peinado. Algunas personas cercanas calificaron la acción como una locura, pues es labor de los padres “preocuparse por la apariencia personal de sus hijos”, sin embargo nosotros creímos fundamental dar este paso, para ir explorando el tema de la libertad con nuestra pequeña retoña.

Por ello le explicamos que respetábamos su opinión pero que ella también debía valorar la nuestra y la invitamos a acompañarnos a comprar la ropa para su cumpleaños Nº 5. Su emoción se hizo sentir y con ojos de niña grande comenzamos el periplo de preguntas y respuestas monosílabas seguidas por un dulce “mami”.
-¿Amor, te gusta este pantalón?
-No, mami
 -¿Y este vestido?
-No, mami
-¿Y esta falda?
-No, mami

Tras veinte piezas más, la paciencia comenzó a agotarse y entendimos que algo estábamos haciendo mal, así que tras un coffe breack y un intercambio de opiniones mi esposo y yo coincidimos en que  era el momento  de cambiar de táctica, e implementar una nueva jugada.

-Ok hija,  parece que nada de lo que te mostramos te agrada, entonces hagamos algo, selecciona tú lo que quieres ponerte, nosotros te ayudamos a que cuadre con tu talla y con el precio que tenemos programado y si te queda bien y vale lo justo lo compramos.

Finalmente habíamos dado en el clavo. Pararon los monosílabos y se reavivó el entusiasmo. Básicamente la niña eligió las piezas que nosotros previamente le habíamos enseñado, pero en otros colores. Con entusiasmo comenzó a mostrarnos las faldas o los pantalones y al final, lo que había sido una larga mañana de monosílabos terminó en una concreta compra de 20 minutos en la que todos salimos felices.

Diez años más tarde seguimos en la misma tónica, aún puedo salir de compras con mi ahora quinceañera y ser “espectadora activa” de su decisión… Espero pacientemente a que ella seleccione la pieza y salga a modelarla y tras haber enviado una foto de su indumentaria a su mejor amiga termina por preguntarme:
-¿Qué te parece mami, cómo me queda?
Entonces opto por asumir mi rol y formular mis inquietudes en forma de cuestionamientos que le permitan a mi quinceañera llegar a una conclusión sensata, no impositiva y sobre todo considerada, valorativa y sincera.
-Me parece que te queda bien hija, pero cuéntame algo… ¿Piensas pasar toda la fiesta de pie, es decir, no te vas a sentar y tampoco vas a bailar? ¿Por qué no bailas un poco frente al espejo y miras cómo te sientes con el vestido?
Y entonces ocurre el milagro, mi quinceañera se da una vuelta con su falda cortísima frente al espejo y descubre que su atuendo no es el apropiado para su propósito: verse bien en la fiesta pero también poder bailar, disfrutar y proyectar una imagen. Y entonces desecha la pieza con absoluta y total libertad.

Educar y formar con LIBERTAD a nuestros hijos significa enseñarles algo más que el significado del concepto o de su resonancia como un valor. Parte del principio de no confundir la autoridad con el autoritarismo.

Los padres podemos hacer prevalecer nuestra autoridad cuando somos capaces de controlar la situación sin dominarla. Debemos ser capaces de  explicar nuestra posición y respetar la opinión y posición de nuestros hijos, entendiendo que a fin de cuentas ellos tienen la “facultad natural de obrar o no de una manera u otra”.

Nos corresponde delimitar las actuaciones, explicarle a los hijos los riesgos y las posibles consecuencias de sus acciones, pero también es nuestro trabajo darles la opción de elegir, porque así nos aseguramos que ellos están aprendiendo a optar por la alternativa correcta y poco a poco podemos desarrollar la confianza necesaria para creer en el buen juicio de nuestros hijos y en su capacidad de ser “responsables de sus actos."

Para una formación basada en el principio o valor de la libertad los padres debemos internalizar que nuestros pequeños necesitan que les apoyemos en el proceso de exploración y satisfacción de sus deseos. Si les animamos a tomar la decisión correcta nuestros hijos aprenderán paulatinamente a asumir la responsabilidad y a mantener abiertos los canales de comunicación tan necesarios para que podamos vigilar sus acciones como espectadores con participación, pero sin imponer nuestra opinión o intentar ser dictadores de su mundo.

viernes, 2 de marzo de 2012

¿Por qué un canapé?






Abreboca, aperitivo, dulce tentación que se come de un bocado y se sirve antes de… Esa es, sin duda, la primera imagen que nos viene a la mente al leer la palabra canapé. Sin embargo, no es su única connotación, y quizás descubramos, a través de este espacio, que no todo es lo que aparenta,  pues las palabras, al igual que la vida, tienen distintos significados.

No soy psicólogo ni pretendo serlo, no soy perfecta ¡gracias al universo!. Y, aunque al igual que cualquier mujer que se “jacte” de ser profesional, esposa, madre, hija, hermana y amiga, hago de todo un poco; enarbolo con orgullo mi capacidad de ejecutar multiplicidad de roles, a sabiendas de que en la mayoría de los casos tengo amplias posibilidades de equivocarme.

He sido coachee y coach, de ambos roles he obtenido inmensos aprendizajes. Del estudio he sacado conocimiento y de los errores la experiencia. Por eso, sin tapujos o miramientos, adoro cada una de las imperfecciones que me han ayudado a chocar contra la pared y dar un paso atrás para luego avanzar.

Muchas veces he sentido que estoy a un paso del diván, otras me ha tocado estar sobre él, de allí  que sienta una gran valoración por cada conversación y cada intercambio de ideas en el que es posible, al final del día, sacar una reflexión.

Busco afanosamente darle sentido a estas reflexiones. Creo que las relaciones nos dan más de lo que consumen y quizás, este es el principal motivo para crear “Momentos” para relatar, redactar y comunicar aquellos pensamientos, hechos y situaciones cotidianas, que nacen de la informalidad de una conversación llevada a cabo sobre un “canapé”, sofá, sillón, o estructura de metal cubierta y acolchada, en la que la vida se diluye entre palabras y vivencias.